Instrucciones para leer Rayuela de Julio Cortázar
Margarita Díaz de León I
Para jugar con Rayuela hay
que desnudarse de formas previas, desvanecer todos los estilos aprendidos en
los libros, hacer caso omiso de la estilística, los preceptos literarios y las
normas clásicas de la escritura. Hacer a un lado todo lo apuntado en las clases
de literatura y los discursos consagrados, para disponerse a construir un mundo
desde cero lanzando la piedrita.
Para leer Rayuela hay
que amar París, aunque no se haya ido nunca. Soñar puentes y piolines y tener
el deseo imposible de encontrarse en el Club de la Serpiente, el circo o el
manicomio. A Oliveira-Manú o a la Maga-Talita, detrás de alguna farola
iluminada por la lluvia de los anocheceres que quisimos tanto. Para ello,
deshágase de señaléticas, lápices y plumas, fichas y ordenadores, y prepárese
para desempolvar la cultura.
Para entender Rayuela hay
que haber visto arte y escuchado jazz y tangos, y un tanto de clásicos, en
algún viejísimo tocadiscos polvoriento lleno de arañazos y raspaduras, mientras
el humo del cigarrillo deja en penumbra esa luz macilenta de los noviembres
invernales en los que alguien ha entrado en casa y son las once de la noche y
no se ha ido, y no se va, y la compañía determina otras soledades u otras
intimidades, o vaya usted a saber qué. Soledades acompañadas de una buena
matera, porque el mate es la metáfora de lo que compartimos todos.
Para amar Rayuela hay
que saber que un paraguas tiene varillas que se rompen, y que cuando se rompen
puede sonar como un ruidito de cristales astillados en la sombra del tiempo que
se marcha. Hay que saber también que hay parques para jugar a la rayuela:
salto, saltas, adelante, un pie, otro… y volverse quimérico y adolescente, y
tener sueños de gloria que nunca -claro- conseguimos, porque el tiempo y la
vida nos dejarán dicho, para siempre, que el mundo no es un lugar, sino un molino
de viento sobre nuestra cabeza, donde habita el recuerdo -de lo imposible- de
haber querido alguna vez ser felices. Para sentir esto, hay que olvidarse de
consultar el número de página y de pensar –lastimosamente- cuánto falta por saltar,
es decir, por leer… salte, usted debe saltar y aprender a regresar a lo que
dejó a medias.
Hay que
releer Rayuela siempre; para ahuyentar el desamparo, el miedo,
la incertidumbre, el abandono, la soledad, el dolor, la tristeza, para
preguntarse y encontrar en las viejas páginas de ese libro ya tan gastado por
nuestras propias manos, la sensación de que alguna vez, un argentino
completamente irreverente nos escribió la vida, como si realmente nosotros
fuéramos Oliveira o la Maga o tantos otros, y estuviéramos a punto de cruzar
todos los puentes de París o recorriendo las calles porteñas, abrazados bajo el
agua.
Rayuela nos invita a saltar de la mano de Julio, en
ese brinco que ya dura sesenta años.
No tenga miedo,
lea Rayuela, como a diario se dispone usted a leer su vida en el
mundo.
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