Bien podría ser La cifra el título que anuncia el
destino del intelecto y del sueño: des-cifrar. Develar las dos caras del
espejo, el oxímoron equivocación y hallazgo que sostiene la afirmación
borgeana: el ejercicio de la literatura «nos revela nuestras imposibilidades,
nuestros severos límites». Y es el prólogo de este conjunto de poemas publicado
en 1981, donde Borges nos introduce en lo que a él le ha sido dado: «Mi suerte
es lo que suele denominarse poesía intelectual».
Uno de esos poemas
intelectuales es “Los justos”:
Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso
ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no
le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de
cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han
hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Cada verso un
microcosmos donde habitan millones, salvo el que sólo requiere a dos intelectos
ante el tablero infinito de ajedrez.
“Cándido o El
optimismo”, de Voltaire, construye el espacio de “Los justos”. Cada uno cultiva
«el mejor de los mundos posibles», cada uno se desilusiona ante las terribles
calamidades que el mundo le hará sufrir. Y levantará de nuevo su mejor huerto, en
la infinita memoria del orden del tiempo, análogo a la música. Y buscamos en la
etimología del lenguaje del tiempo, cifrado en la memoria de los días, las piezas
que se mueven en direcciones ortogonales y diagonales en tablero de ajedrez.
La vista articula
signos silenciosos de colores y formas; la visión interior del ciego que
compone en la página límites e imposibilidades, ya vistos por ese otro, el
escribiente dantesco, habitante en la memoria de la tercia rima, el «geómetra
empecinado en cuadrar el círculo», que sueña con unir su naturaleza humana a la
sabiduría divina.
Sólo «por medio de
imágenes, de mitos o de fábulas», el hombre se abstrae de la vigilia; justifica
el daño de sus bárbaros impulsos. Y busca en el círculo el remanso viajando al
jardín de versos de la infancia, así Stevenson pre-vió en «Las nuevas mil y una
noches» lo fantástico.
Las razones son
ilusorias, abstracciones borrosas en el espejo de la incertidumbre, donde cada
uno se mira -sin razón- salvando el mundo.
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