Hoy he leído el discurso de aceptación de
Cristina Peri Rossi. Ha hecho de la pastora Marcela, personaje quijotesco, su
bandera en cruce de frontera: la mujer que rechaza privilegios a cambio de
libertad.
Su discurso muestra, sin duda alguna, que
es oficio de poetas renunciar. Expresar emociones individuales, para trasmutarlas
en odas y en elegías colectivas. Es como decía Cortázar "todos los fuegos,
el fuego" o el propio Aristóteles al indagar la tragedia: es propio de
todos los hombres lo que expresa el poeta.
Por eso detesto que a las mujeres se nos
cuelgue el santo de la confesión. La poesía no está detrás de las cortinillas de
la ficción ni del narrador ni del personaje. Es voz. La voz de la memoria, de
los entresueños, de los deseos, los anhelos y las pérdidas.
Las palabras de Cristina me llevan de nuevo a la biblioteca de mi padre, donde aprendí a leer, a gozar y a temer el poder de las palabras. También traen a mi memoria la figura de mi abuela: viuda, libre y fuerte.
Dejo aquí el discurso de Cristina Peri
Rossi, su discurrir de cervanta por los caminos de La Mancha:
Nací en Montevideo, Uruguay, en el año
1941, es decir, cuando desgraciadamente Europa estaba en plena Guerra Mundial.
A la izquierda de mi casa vivía un viejo zapatero remendón, judío polaco,
milagrosamente escapado de la masacre; y a la derecha, un adusto músico alemán
con un parche negro en un ojo. Cuando le pregunté a mi madre, maestra de
escuela obligatoria, laica, gratuita y mixta, por qué el judío y el alemán no
se saludaban me respondió: “en Europa se habrían matado”. Mi padre, nacido en
el campo, que había emigrado a la capital seducido por lo que el tango llama
“las luces del centro” me dijo algo muy sencillo: “Europa no existe. ¿Has visto
en el mapa algún lugar que se llame Europa?” No había. Cuando pregunté por qué
la llamaban Segunda Guerra Mundial me explicaron que apenas veinte años antes
había sucedido la primera. También en el barrio había muchos exiliados
españoles porque además de una guerra cuyos motivos yo no conocía, en España
había una terrible dictadura que había matado a miles y miles de personas y
hecho huir a otras miles. El mundo parecía un lugar muy peligroso fuera de
Montevideo. Pero la biblioteca de mi tío, funcionario público, culto, gran
lector y ferozmente misógino me permitió conocer que siempre había sido así.
Desde los orígenes, o desde los tiempos bíblicos o desde los griegos y
troyanos. Los motivos de las guerras parecían siempre los mismos: el ansia de
poder y la ambición económica. Algo típicamente masculino.
Tres libros leídos muy tempranamente me
conmocionaron: El diario de Ana Frank,
La madre de Máximo Gorki y Don Quijote de la Mancha. Este último,
con un diccionario a mi lado. Fue el más difícil de leer y el que me provocó
sentimientos más contradictorios. No había leído nunca un libro donde el autor
declarara que su protagonista estaba loco, pero a la vez, me emocionaba que su
propósito fuera deshacer entuertos y establecer la justicia, cosa que me
parecía harto razonable dado el estado del mundo y de mi propio barrio, donde
muchas vecinas venían a contarle a mi abuela, una viuda que había criado a
siete hermanos huérfanos y a tres hijos -también huérfanos- que sus maridos borrachos
las golpeaban o se jugaban el escaso dinero en los caballos o se iban de putas
y maltrataban a sus hijos. Cómo deseaba yo que apareciera Don Quijote con su
flaco Rocinante a salvarlas de los golpes y del maltrato. Por otro lado, mi
abuela me hacía recordar al Ama, porque pensaba que leer mucho llevaba a perder
el seso y a cometer locuras, aunque yo no creía que los esposos de esas mujeres
maltratadas leyeran mucho y esa fuera la causa de su violencia.
Yo misma me irritaba cuando Don Quijote
confundía molinos con gigantes, y llegué a pensar que Cervantes en realidad
ridiculizaba a su personaje para probarnos que la empresa de cambiar el mundo y
establecer la justicia era un delirio. Hasta que en los capítulos XII, XIII y
XIV del libro me encontré con el relato y el discurso de Marcela. Marcela es
codiciada y asediada por los hombres por su belleza y por su riqueza. La acusan
de ser la culpable del suicidio de Grisóstomo, al que se negó, y en un sorprendente
discurso rechaza a los hombres, al matrimonio y a las relaciones de poder entre
los sexos: reclama su libertad, y para eso se aísla de la sociedad y se refugia
en el campo, como una pastora más. «Yo nací libre y para poder vivir libre
escogí la soledad de los campos», dice. Como Helena, en la Ilíada, maldice el día en que nació, o como en Eurípides, Helena se
rebela contra la sociedad que considera la belleza como único atributo de la
mujer.
De este modo Cervantes desacraliza la
belleza como atributo femenino, y convierte a Marcela en una heroína trágica:
para conservar su libertad frente a los hombres que quieren poseerla,
dominarla, renuncia a la vida social, aislándose del mundo, huyendo de los
hombres. Por supuesto, esta heroína, posteriormente, sería calificada de
histérica, frígida y neurótica al no asumir el rol que le asignaba la sociedad
patriarcal. La comprensión que manifiesta Don Quijote hacia un personaje
femenino real me hizo pensar que la locura puede ser un pretexto de exclusión
de aquellos que esgrimen verdades incómodas, lección que evidentemente aprendí,
pagando un precio muy elevado, hasta el día de hoy, pero si volviera a nacer,
haría lo mismo.
Mi tío que era buen lector cervantino no
me habló nunca de este pasaje, del mismo modo que me advirtió de que las
mujeres no escribían, y que cuando escribían, se suicidaban, como Safo,
Virginia Woolf, Alfonsina Storni, y otras.
Yo también tuve claro, como Marcela, que
en una sociedad patriarcal ser mujer e independiente era raro y sospechoso.
Cuando el jurado (al que agradezco el honor de este premio) enumera los motivos
por los cuales me lo ha concedido, habla de una firme y completa vocación
literaria, pero también reconoce una lucha por los valores humanos tantas veces
vulnerados por el poder político o cívico militar. Tuve que exiliarme de la
dictadura uruguaya porque, como Casandra, había advertido y denunciado su
llegada, y como castigo, mis libros, y hasta la mención de mi nombre fueron
prohibidos; salvé la vida milagrosamente y vine a parar a España, donde otra
feroz dictadura oprimía la libertad. Convertí la resistencia en literatura,
como hicieron tantos exiliados españoles, y en lugar de renunciar a la sociedad,
como Marcela, desde mis libros, desde mi vida he intentado como doña Quijota
‘desfazer’ entuertos y luchar por la libertad y la justicia, aunque no de
manera panfletaria o realista, sino alegórica e imaginativa. No necesitamos
duplicar la realidad, sino ironizar o interpretarla, como hiciera Jonathan
Swift, por ejemplo. La literatura es compromiso ya lo dijo Jean Paul Sartre y
compromiso es todo, desde un artículo contra Putin o un homenaje a las mujeres
violadas y martirizadas en Juárez, hasta los relatos de Cortázar. ¿No es
compromiso satirizar, por ejemplo, los excesos de la técnica, el morbo de los
platós de televisión o los ritos festivos de los fanáticos del fútbol? Tan
compromiso como escribir un poema lírico que exalta el deseo entre dos mujeres
o entre un hombre y una mujer. La imaginación también es compromiso cuando no
anticipación. Yo no he sido cronista de la realidad, me he sentido muchas veces
como Casandra, en la Eneida, vaticinando un futuro y unos peligros que pocos
veían. Pero no concibo una literatura solemne. La vida puede ser una tragedia,
un drama, pero se puede ironizar y satirizar sus hábitos y costumbres, como
hizo Pessoa con su poema “Todas las cartas de amor sin ridículas”. Sí, y
además, son dulces o crueles o amorosas o denigrantes.
El siglo XX empezó casi con una guerra
mundial y terminó con otra local, la de los Balcanes, e hizo escribir a Paul
Valéry una definición clarividente: “La guerra es una masacre de personas que
no se conocen en beneficio de personas que se conocen, pero no se masacran.”
A veces me ensombrece el ánimo el miedo a
que la maldad y la violencia sean en realidad una constante de la existencia
humana, y la lucha entre el Bien y El Mal se eternice, o sea ridiculizada, como
ocurre en el mismo libro de Cervantes. Pero cuando escucho el aria de Sansón y
Dalila, ‘Mon coeur s’ouvre à ta voix’, cantada por Jessye Norman, o ‘Je suis
malade’ por Lara Fabián, o ‘Algo contigo’ por Susana Rinaldi, recupero una
parte de la fe en el bien.
Mientras algunos se dedican fanáticamente
a hacerse ricos y a dominar las fuentes del poder, otros, nos dedicamos a
expresar las emociones y fantasías, los sueños y los deseos de los seres
humanos.
Escribí en un poema: “Los antiguos
faraones / ordenaron a los escribas: / consignar el presente / vaticinar el
futuro”. Creo que ese sigue siendo el compromiso del escritor, sin ninguna
solemnidad, y con sueldo escaso. Y con humor, como cuando escribí este breve
poema: “Podría escribir los versos más tristes esta noche, / si los versos
solucionaran la cosa”.
Podría escribir los versos más agradecidos
esta noche, y cumpliría con mi obligación de escriba, aunque los versos no
salvarían a los que mueren por las bombas y los misiles en la culta Europa.
Leyendo libros, ya sean de Luis Cernuda o
de César Vallejo, confirmé lo que me decía mi madre: a medida que más sabemos
menos sabemos, por eso la virtud cardinal es la humildad. Confirmé, también,
que la literatura responde a la enseñanza evangélica: “Hablo en parábolas para
que los que quieran entender entiendan”. Yo también escribo en parábolas.
Como escribí en un poema:
Las palabras son espectros piedras
abracadabras
que saltan los sellos de la memoria
antigua.
Y los poetas celebran la fiesta del
lenguaje
bajo el peso de la invocación.
Los poetas inflaman las hogueras
que iluminan los rostros eternos de los
viejos ídolos.
Cuando los sellos saltan el hombre descubre
la huella de sus antepasados.
El futuro es la sombra del pasado
en los rojos rescoldos
de un fuego venido de lejos,
no se sabe de dónde.
Cristina Peri Rossi.
Discurso de recepción del Premio
Cervantes 2022