A nuestra colección de sensaciones le falta la
ternura. No pensamos en ella. No sentimos con ella.
Quizá, con fortuna, la advertiremos al sucumbir
el deseo sexual. Si es que la represión no nos llena de amargura.
Miramos a dos, no necesariamente viejos,
acariciando uno a otro su rostro o tomados de la mano procurándose y sentimos lástima.
Decrépitos, decimos.
El amor expresado mediante el cuidado y la consideración
está infravalorado frente al torrente del amor romántico, con su hiperinflación
de sexualidad y su herida. Parece que esta afirmación, por demás común, está
cayendo letra a letra en tiempos de resemantización de las relaciones
afectivas.
¿Será posible invertir la jerarquía? Es decir,
si la ternura es la ceniza del enamoramiento, ¿podremos convertirla en leño?
¿Será?
Me pregunto desde la poesía.
¿Es la ternura la cura del daño
-implícito- del amor?
Borro la palabra “cura”.
Replanteo:
¿Es la ternura el sostén de la
pervivencia y la persistencia del amor?
Borro la palabra “sostén”.
El problema intuido es el combate entre el narcisismo
y lo edípico, entre lo sexual y lo sensual.
¿Cuánta literatura contemporánea está cimentada
en el dolor, el abandono, el crimen, la soledad, el autoritarismo?
Sea la paz.
Es urgente la emergencia de nuevas modalidades
afectivas.
Quizá la coagulación de erotismo y ternura sea
un nuevo modelo para amar.
Nada de lo escrito aquí no se ha dicho ya.