El acto de escribir es un
hecho que no sólo se concreta en el momento físico, caligráfico, sino también
en el vilo de los sentidos. Para mí, es ingresar a un estado sedentario que
implica -antes- caminar por páginas de libros; ser errante entre letras, ser nómada.
La literatura rebosa en
personajes que bien pueden simbolizar el respirar del andar. Sancho Panza, por
ejemplo -realista de corta visión-, es quien está cambiando a lo largo de la
novela de Cervantes. Al final don Quijote vuelve a la cordura -que también es
una forma de morir-, para realzar la dualidad y el proceso de transmigración en
la obra. El personaje que se transforma al final es Sancho. De igual manera nos
cambia escribir: cada página es una aventura que implica regresar para volver a
partir.
En general, quienes escribimos
desde la honestidad, buscamos leer obras donde hable la boca de la literatura. No
consumimos tramas o emociones, sino que producimos sentidos para construir el lugar
de la escritura. Un territorio complejo que exige fundir un qué y un cómo;
hacer de lo humano lo sublime, con una forma intransferible.
Por mi parte, escribo desde la
fragilidad las palabras. Busco en ellas la materia prima del efecto estético
-sensorial-, que construye la habitación de la imagen.
Sin adoctrinamientos, sin
colonización, la literatura es, ante todo, una vía de conocimiento que no puede
ser trasmitido por otro código. Una fuente de inspiración, para nombrar el fluir
del pensamiento.