Los
libros me atraen desde que tuve uso de razón. La anécdota familiar es que mi
padre me daba una brocha para sacar el polvo del lomo de cada libro, como si fuera
un cuerpo que ansía respirar.
Hay gente
que imagina la escritura tocada por las musas en la matriz de un estudio,
parida por la genialidad. No, no es así. Nace en la soledad y en la inseguridad
de si escribir, de si lo que se está escribiendo vale la pena o no.
Hay
cosas muy duras en el oficio de escribir. Porque se puede escribir desde
cualquier punto de vista, pero hay que hacerlo bien.
Lo que
yo quisiera lograr es hospedar en mis poemarios más sentimientos que pensamiento,
para que entre el lector y quede atrapado por ellos. Fantaseo que mis poemas son
tejidos, texturas con hilos que sujetan la mirada. Por eso me queda claro, que
escribo con la intención de seducir.
Para
mí la escritura es un trabajo duro, que no me hace especial, sino que me ayuda
a comprenderme, a entender a quien está a mi lado, a mimetizarme un poco con la
gente, con lo que veo, con lo que me rodea.
Escribir
cada uno de mis libros ha sido una experiencia vital. Me han enseñado a escribir
para su propio universo. Me han enseñado
a exponerme y la honestidad que cada palabra reclama.
Cada
uno de mis poemarios es para mí algo extraordinario, por el hecho de que
existen. Sin embargo, con mucho que mejorarles. Por eso después de publicados
quisiera que desaparecieran y volver a escribirlos. Quisiera meter más los
dedos en el tema del deseo y del dolor femenino y sanar a una sociedad que ha
sido incapaz de crear nuevas formas de amar.