Sus últimos
versos, “si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he
salido.”, son duelo. Alfonsina Storni los escribió tres días antes de
sumergirse en la mar. Imagino la fuerza de la muerte en aquel 25 de octubre de
1938, cuando su vida la arrastra hacia el final.
Tres años
después, el 28 de marzo de 1941, una mujer escribe una carta antes sumergirse
en el río: “No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo. No creo que dos
personas hayan sido más felices que lo que fuimos nosotros.”. Virginia Woolf escapó
de sí misma llenando las bolsas de su abrigo con las piedras de su ahogo y nos
dejó como último testimonio, la ternura.
Ajenas al
propio riesgo, Virginia y Alfonsina son empujadas a una muerte en el agua,
último refugio de la desesperación. El canto del mar, la voz de las olas, las
ondas del agua están presentes en su literatura, como si las palabras ocultaran
el secreto de su destino. Ambas fueron acechadas por su hipersensibilidad, por
su falta de salud, por el desgaste que implica el combate contra las
convenciones.
Dice Marguerite
Duras: “El suicidio está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en
su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Sí. Un precio que
hay que pagar por haber osado salir y gritar”.
Duras se
refiere, desde sí misma, a mujeres escritoras que rechazan la imagen de la musa:
el no-privilegio de ser inspiración de varón (“Canta, oh Diosa, la cólera del pélida
Aquiles”); que detestan el no-lugar de la encarnación de la poesía (“Poesía
eres tú”). Cierto: hay mujeres que escriben y transgreden. Pero también hay
escritoras que amaron la muerte.
Safo: “de
verdad que morir yo quiero.”
Virginia Woolf:
“No puedo luchar más.”
Marta Lynch:
“No puedo soportar esta vida.”
Alfonsina
Storni: “sentirme el olvido perenne del mar.”
Sylvia Plath: “Morir / es un arte, como todo. /
Yo lo hago excepcionalmente bien.”
Anne Sexton: “Para
vaciar mi aliento de esta mala prisión. / Haciendo un balance, los suicidas.”
Teresa Wilms
Montt: “Fui crucificada, muerta y sepultada, / por mi familia y la sociedad.”
Alejandra
Pizarnik: “¿Cómo no me suicido frente a un espejo / y desaparezco para
reaparecer en el mar / donde un gran barco me esperaría / con las luces
encendidas?”
…
He leído poco
las teorías feministas, es decir, nada. Por tal motivo, lo que sigue no son
argumentos sino intuiciones gestadas en el fondo de la vida:
“En el
principio existía el Verbo” es territorio del varón, que activa su imaginario
con la imagen de la mujer: como la Beatriz de Dante, como Laura de Petrarca,
como la Fiammetta de Boccaccio… Imagos pasivas del principio activo.
Cuando una
mujer le arranca al verbo su poderío se alza, se erige como representante de sí
misma y de su voz. Crea confusión, trastorna y trastoca, porque se ha adueñado
de lo que no le pertenece y, en no pocas ocasiones, paga con su vida: Delmira
Agustini fue asesinada por su marido y a Helen Bailey la enterró viva su
prometido.
Vislumbres.
Dicen que cuando
un hombre escribe muestra inteligencia e imaginación. En cambio, se dice que cuando
una mujer escribe confiesa sus carencias: exhibe que está desprovista de. Se equivocan. Una mujer que escribe está provista de:
voz
fuerza
renuncia
(a la petulante
“h muda”)
al guarda-ombre,
que la debilita
al celo-ombre,
que la violenta
al medio-ombre,
que la sujeta
Esto no
significa que, necesariamente, se renuncie al amor de hombre, sino a su peso.
Lamentar a Ofelia, Lucrecia, Desdémona; escuchar a Marcela y Dorotea. Leer a las suicidas y tomar de ellas su voz de punzón.