sábado, 30 de julio de 2022

Voz de punzón

 

Sus últimos versos, “si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido.”, son duelo. Alfonsina Storni los escribió tres días antes de sumergirse en la mar. Imagino la fuerza de la muerte en aquel 25 de octubre de 1938, cuando su vida la arrastra hacia el final.

 

Tres años después, el 28 de marzo de 1941, una mujer escribe una carta antes sumergirse en el río: “No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo. No creo que dos personas hayan sido más felices que lo que fuimos nosotros.”. Virginia Woolf escapó de sí misma llenando las bolsas de su abrigo con las piedras de su ahogo y nos dejó como último testimonio, la ternura.

 

Ajenas al propio riesgo, Virginia y Alfonsina son empujadas a una muerte en el agua, último refugio de la desesperación. El canto del mar, la voz de las olas, las ondas del agua están presentes en su literatura, como si las palabras ocultaran el secreto de su destino. Ambas fueron acechadas por su hipersensibilidad, por su falta de salud, por el desgaste que implica el combate contra las convenciones.

 

Dice Marguerite Duras: “El suicidio está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Sí. Un precio que hay que pagar por haber osado salir y gritar”.

 

Duras se refiere, desde sí misma, a mujeres escritoras que rechazan la imagen de la musa: el no-privilegio de ser inspiración de varón (“Canta, oh Diosa, la cólera del pélida Aquiles”); que detestan el no-lugar de la encarnación de la poesía (“Poesía eres tú”). Cierto: hay mujeres que escriben y transgreden. Pero también hay escritoras que amaron la muerte.

Safo: “de verdad que morir yo quiero.”

Virginia Woolf: “No puedo luchar más.”

Marta Lynch: “No puedo soportar esta vida.”

Alfonsina Storni: “sentirme el olvido perenne del mar.”

Sylvia Plath: “Morir / es un arte, como todo. / Yo lo hago excepcionalmente bien.”

Anne Sexton: “Para vaciar mi aliento de esta mala prisión. / Haciendo un balance, los suicidas.”

Teresa Wilms Montt: “Fui crucificada, muerta y sepultada, / por mi familia y la sociedad.”

Alejandra Pizarnik: “¿Cómo no me suicido frente a un espejo / y desaparezco para reaparecer en el mar / donde un gran barco me esperaría / con las luces encendidas?”

He leído poco las teorías feministas, es decir, nada. Por tal motivo, lo que sigue no son argumentos sino intuiciones gestadas en el fondo de la vida:

“En el principio existía el Verbo” es territorio del varón, que activa su imaginario con la imagen de la mujer: como la Beatriz de Dante, como Laura de Petrarca, como la Fiammetta de Boccaccio… Imagos pasivas del principio activo.

 

Cuando una mujer le arranca al verbo su poderío se alza, se erige como representante de sí misma y de su voz. Crea confusión, trastorna y trastoca, porque se ha adueñado de lo que no le pertenece y, en no pocas ocasiones, paga con su vida: Delmira Agustini fue asesinada por su marido y a Helen Bailey la enterró viva su prometido.

 

Vislumbres.

Dicen que cuando un hombre escribe muestra inteligencia e imaginación. En cambio, se dice que cuando una mujer escribe confiesa sus carencias: exhibe que está desprovista de. Se equivocan. Una mujer que escribe está provista de:

voz

fuerza

renuncia

(a la petulante “h muda”)

al guarda-ombre, que la debilita

al celo-ombre, que la violenta

al medio-ombre, que la sujeta

Esto no significa que, necesariamente, se renuncie al amor de hombre, sino a su peso.

 

Lamentar a Ofelia, Lucrecia, Desdémona; escuchar a Marcela y Dorotea. Leer a las suicidas y tomar de ellas su voz de punzón.




 

 

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